Crónica | San Victorino, La Máquina Que Nunca Duerme.
- María Antonia Vallejo

- hace 3 días
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La ciudad cambia a los ojos a medida que uno desciende. Desde la carrera Séptima, con su arquitectura de aires ingleses y su ritmo todavía contenido, Bogotá parece una promesa ordenada. Pero basta acercarse a la Caracas para que esa ilusión se deshaga. Los colores se vuelven más estridentes, las vallas se superponen unas sobre otras y el murmullo se transforma en un pulso constante. San Victorino no espera a que la ciudad despierte: aquí el día comenzó hace horas.
Mientras una Bogotá apenas se despereza, otra lleva despierta desde el amanecer —o desde antes— con objetivos claros, movimientos precisos y una eficiencia casi quirúrgica. San Victorino es una mega máquina de ventas. Un engranaje que no se detiene y que, más que un barrio comercial, funciona como un ecosistema propio donde la moda se produce, se negocia, se distribuye y se exporta.

Cuatro grandes centros comerciales concentran buena parte de esa energía. El primero en marcar el camino fue el Gran San, pionero y referencia obligada. Allí, los miércoles y sábados, sucede el ritual del madrugón: el mall abre desde la una de la mañana. A esa hora, cuando la ciudad duerme, los pasillos ya están llenos de compradores, comerciantes y vendedores que saben exactamente a qué vienen. Mateus Fashion fue la primera tienda en abrir en este lugar, un dato que se repite como mito fundacional entre quienes viven del negocio.
Caminar San Victorino es entender que aquí la moda no se mueve por temporadas tradicionales, sino por velocidad. Las curvas —esas cantidades de producción que definen una referencia— van de 500 a 1.000 prendas. Todo está pensado para rotar rápido, para responder a una demanda voraz que no da tregua. Incluso la logística está integrada: desde los mismos centros comerciales operan transportadoras capaces de enviar mercancía a otras ciudades y a otros países. Exportar desde aquí no es una excepción, es parte del flujo natural.
Visto aparece como uno de los símbolos más contundentes de esa escala. Doce pisos, más de 575 locales y una particular mezcla de usos: del cuarto piso hacia arriba, 310 apartamentos conviven con el comercio. Vivienda y negocio, vida cotidiana y venta al por mayor, todo en el mismo edificio. San Victorino no se apaga porque literalmente se habita.
En los madrugones, el espacio también se transforma. Los catres —paneles metálicos que se arriendan exclusivamente para estas jornadas— se despliegan como extensiones temporales de las tiendas. Los burros, en cambio, guardan los saldos: mercancía que solo sale en temporada para que las mismas marcas del centro comercial puedan completar ventas pendientes. Nada sobra, nada se improvisa.

Pero reducir San Victorino a cifras sería injusto. Detrás de cada local hay historias que condensan la complejidad del país. Nimet, palabra de origen turco que significa “coleccionando bendiciones”, es también la historia de Johan Mosquera. Diseñador nacido en Turbo, Antioquia, desplazado por la violencia, trabajador de la construcción y de restaurantes antes de llegar a la moda. Hoy es administrador de negocio en San Victorino y creador de una marca de concepto atemporal, con producción 100 % local en Bogotá, Medellín e Ibagué. En este lugar, la moda no solo es negocio: es supervivencia y reconstrucción.
Banomo, por su parte, representa otra cara del barrio: el streetwear que decide arriesgarse. La marca, liderada creativamente por Ericson Barrera, está lanzando una línea premium y tomando una decisión clave: dejar de competir solo por precio. Diseñan, producen y estampan, con referentes underground y una visión que ya cruza fronteras hacia Costa Rica, República Dominicana y Ecuador. Aunque San Victorino es su base, el movimiento es amplio: Pasto, Nariño, Ipiales. El mapa se expande desde aquí.
Dolce Latina habla de tiempos y procesos. Desde el diseño de una prenda hasta la producción de 200 o 300 unidades pueden pasar 40 días: veinte para diseñar, veinte para producir. Exportan principalmente a Costa Rica, Ecuador, Argentina y Estados Unidos, y su enfoque está claro: hormas cuidadas y tallas plus, de la 16 a la 24. En un mercado obsesionado con la rapidez, también hay espacio para pensar el cuerpo y la forma.

Nun-k elige otra estrategia: no hacer grandes curvas para poder innovar. Cada madrugón trae prendas nuevas. Cada martes y cada viernes aparecen camisetas y joggers distintos, fabricados en Bogotá. La repetición no es una opción cuando la identidad se construye desde el cambio constante.
Seven 7 confirma que San Victorino también exporta símbolos. El llamado “jean levanta cola” colombiano viaja desde aquí a Perú, Bolivia, Ecuador, Guatemala y más de una docena de países. La marca participa en Bogotá Fashion Week, pero su corazón productivo sigue anclado a este circuito popular.
Divina, en cambio, apuesta por la idiosincrasia. Sus colecciones se construyen desde lo cotidiano: Chocorramo, fósforos, jabón Rey. Lo colombiano no como cliché, sino como memoria compartida. Sus campañas se ambientan en San Victorino y La Candelaria, cerrando el círculo entre territorio, producto y relato.
San Victorino es ruido, velocidad y transacción, pero también es diseño, riesgo y futuro. Aquí la moda no se piensa desde vitrinas silenciosas, sino desde el bullicio, el madrugón y la urgencia. Una Bogotá que nunca duerme del todo y que, mientras el resto de la ciudad despierta, ya volvió a vender, producir y enviar al mundo.












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